Aunque el hábito de la lectura es una tarea ilustrativa y coadyuva en la formación y el criterio del ser humano, en algún momento, suele percibirse como una labor de cierto rigor y hermetismo. Muchos que se han aventurado en el arte de los libros nos exponen que no tiene por qué ser así, ya que, realmente, puede convertirse en una actividad relajante y creativa. Uno de estos expertos es el escritor francés Daniel Pennac, quien, en su texto Como una novela, publicado en 1992, incluyó una serie de principios para gozar de la lectura, llamada el decálogo del lector, la cual ha tenido bastante éxito.
Dichas propuestas, también, han sido una gran influencia pedagógica debido a las acertadas e imaginativas ideas que exponen, sobre todo enfocadas a los jóvenes que empiezan a acercarse a los libros; por ello, son premisas que no pierden vigencia.
El derecho a no leer. Sin este permiso, la lectura sería una trampa perversa. La libertad de escribir no puede ir acompañada del deber de leer.
El derecho a saltarse las páginas. Por razones que sólo conciernen al lector y a la obra.
El derecho a no terminar el libro. Hay 36 mil motivos para abandonar una lectura antes del final: la sensación de que ya se leyó, porque es una historia que no despierta el interés, por la desaprobación hacia las tesis del autor... Inútil es enumerar los 35 mil 997 restantes, donde bien podría estar hasta un posible dolor de muelas.
El derecho a releer. Por el placer de la repetición, la alegría de los reencuentros, la comprobación de la intimidad.
El derecho a leer cualquier cosa. Buscamos escritores, escrituras; se acabaron los meros compañeros de juego, reclamamos camaradas del alma.
El derecho al Bovarismo (enfermedad de transmisión textual). La satisfacción exclusiva e inmediata de nuestras sensaciones: la imaginación brota, los nervios se agitan, el corazón se acelera, la adrenalina sube y el cerebro confunde, momentáneamente, lo cotidiano con lo ficticio.
El derecho a leer en cualquier lugar. Completar este punto.
El derecho a hojear. Autorización que nos concedemos para tomar cualquier volumen de nuestra biblioteca, abrirlo en cualquier página y sumirnos en él un momento. Cuando no se dispone de tiempo ni de medios para ir a Venecia, ¿por qué negarse la posibilidad de pasar por allí cinco minutos?
El derecho a leer en voz alta. Los libros se abren de par en par, y la multitud de los que se creían excluidos de la lectura se precipita detrás de ellos. Suele pasar con la poesía cuando es cantada.
El derecho a callarnos lo que leemos. Nuestras razones para leer son tan extrañas como nuestras razones para vivir. Y nadie tiene poderes para pedirnos cuentas.
"Las palabras son puentes…
las palabras son inciertas
y dicen cosas inciertas…
pero digan esto o aquello,
nos dicen”.
Octavio Paz (fragmento de Carta de creencia).
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