Reflexión en tiempos del COVID-19
Llegó a nuestros hogares sin una señal, sin ningún aviso. Llegó invadiendo cada espacio de nuestra casa y cada rincón, instalándose en nuestros hogares como un visitante no deseado.
Despertó en nosotros sentimientos que estaban dormidos y el miedo se apoderó de nuestros corazones. Las imágenes de lugares lejanos se hicieron familiares y cercanas, vistas a través de los noticieros. Vimos sin caretas y de frente la fragilidad humana y el dolor de tantas pérdidas. Los camiones alineados que llevaban féretros fueron más que los que transportaban enfermos. Los temores se manifestaron de mil formas: tengo miedo de “que le pase algo a mis hijos”, “que no pueda estar con mis padres si llegaran a enfermar”, “que le pase algo a mis amigos”, “que no pueda ir a trabajar y no tenga qué comer” y “que esta situación nos rebase” …
Nos cuestionamos qué era importante en estos momentos, cómo vencer esos miedos y vivir el día con día, sin pensar en ese futuro gris y lleno de humo que se presentaba ante nosotros.
Primero se nos invitó a que nos quedáramos más tiempo en casa, luego se le llamó emergencia, instándonos a permanecer en nuestros hogares, luego una demanda hasta llegar a una orden, clara y contundente y con consecuencias considerables.
Corrimos entonces a escondernos con máscaras que cubrían nuestros labios, que no nos permitían gritar o decir palabra alguna y con guantes que nos evitaban sentir la textura de los objetos, pero también el calor del otro. El mundo en un mes ha cambiado, en un mes ya es otro y no volverá a ser el mismo.
Se pararon nuestras vidas, se paró nuestro reloj y con él parecería que se hubiese detenido la música, ese maravilloso tañido de una pieza con espacios entre los sonidos. ¿Será que se detuvo para escuchar el silencio atronador de nuestros propios ruidos? ¿o que se detuvo para recordar cantarle al amor, a la fuerza, o a ese Dios tan olvidado?
Y me surge desde lo más profundo la pregunta obligada: ¿de qué está hecho el ser humano?
El ser humano está hecho de valentía, de coraje, de sueños, de generosidad, de tristezas y de esperanza. El ser humano es grande, es gigante, es nada.
Y en estas semanas confinados, temiendo ser los próximos, se han puesto a prueba nuestros sistemas de valores y nuestras creencias, tratando de asirnos a una fe que nos permita pasar otro día más.
Ahora nos cubrimos con una máscara, ya no se puede hablar con el otro, se ha roto la comunicación, pero sí se puede, comunicar con la mirada. El ser humano está cubierto, pero con los ojos descubiertos, el alma desnuda y con miradas llenas de imágenes de tristeza, de pérdidas y desencuentros.
Por encima de tanto dolor, sin embargo, el hombre se levanta y aplaude a los héroes de bata blanca, a los héroes que rellenan una y otra vez los estantes de los supermercados, a los maestros que se erigen para dar sus clases haciendo uso de la tecnología, a los que mantienen la fe y ayudan a otros, a los policías, que guardan y protegen el orden y a todos aquellos que sin recompensa alguna llevan medicinas a los enfermos, les preparan comida y donan su tiempo, su vida y su esfuerzo. Cada persona pone su granito de arena, cada uno con el corazón generoso aporta al otro, algo que se había olvidado, que en el correr del día a día se había perdido en la prisa.
Y por su parte, la naturaleza perdió su miedo, el aire se mira más claro, los mares más cristalinos y los animales por fin pueden tener un respiro. Ahora asoman su cabeza en la civilización que les robó su espacio, sin temor a ser reprochados.
Quizás no todo sea negativo, necesitábamos aprender y necesitábamos reconocer las señales de ayuda de nuestros campos y nuestros mares y de nuestro prójimo. Por momentos pienso que veíamos sin ver, escuchábamos sin concentrarnos en el dolor ajeno. Percibíamos el mundo desde la comodidad de nuestras vidas, existencias que habíamos diseñado bajo una rutina que nos cobijaba y nos daba seguridad, que construimos a nuestro alrededor, sin mirar con atención todo lo que nos rodeaba.
Ahora no hay esa carrera frenética para llegar ¿a dónde? No hay prisa por llegar.Hoy en día la premura solamente es por regresar a ser, porque aprendimos nuevamente el valor de la familia, el valor de la oración, el valor del dulce calor de un abrazo y el valor de las pequeñas cosas.Ahora recuperamos la alegría cuando abrazamos a nuestros hijos, cuando recibimos una llamada de alguien cercano, cuando compartimos en familia, cuando disfrutamos una comida, aunque le falten muchos ingredientes.Y en esta cuarentena, cada día aprendemos, cada día despertamos, cada día elevamos la mirada y recordamos encontrar en el cielo nuestra fuerza y esperanza para continuar.
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