En el mes de mayo de 2020, seis meses después de la irrupción del virus del SARS-CoV-2 en el orbe, en tanto se paralizaban ciertas actividades económicas y sociales, y nos aislamos en casa, el ruido y las emisiones de dióxido de carbono disminuyeron, y hasta se presentó el avistamiento de especies salvajes a las que extrañó la quietud, por lo cual se hablaba de un respiro para la naturaleza, una necesidad que aunque conocemos, estamos lejos de concientizar.
Al respecto, de acuerdo a una estimación hecha en 2007, por los economistas David Rosnick, y Mark Weisbrot, del Centro de investigaciones Económicas y Políticas de Washington, si tuviéramos fines de semana de tres días más frecuentes a lo largo del año, y no sólo esporádicamente, se podría reducir radicalmente el impacto ambiental.
Y es que, según los expertos, el número de horas de trabajo suele estar relacionado con una reducción notable del consumo de energía. De ahí que sugerían, por ejemplo, que, si los estadounidenses mantuvieran horarios de trabajo similares a los de Europa, se disminuiría en un 20% el consumo de energía y, por tanto, las emisiones de carbono.
Explicaban que se trataba de hacer que “… nuestra economía fuese más respetuosa con el medio ambiente”.
Por ese tiempo, ya el estado de Utah había puesto en marcha la disposición de incrementar las horas de trabajo, de lunes a jueves, clausurando el viernes; y aunque el ahorro en el consumo de energía fue notable, los ciudadanos se quejaron por el cierre de servicios ese día; de ahí que esta disposición sólo se implantó por un tiempo, quedando sólo como prueba.
Un día sin trabajo, se traduce en disminución de tránsito, ahorro de energía, menos estrés e impacto ambiental, y sobre todo mejor salud física y mental; sin embargo, es una propuesta a discutir, pues genera cierta polémica, ya que no es posible aplicarla en todas las ramas de la economía.
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